- Esa incontinencia expresiva es oída y tal vez coreada con sumo entusiasmo por millones de personas, a través de la magia de la televisión.
Contemplemos con deleite la siguiente escena: en una cancha futbolera hay un partido animadísimo, los dos equipos cuentan con delanteros de calidad; uno de ellos lanza un espectacular remate a portería, desviado del arco rival. Los seguidores del equipo que acaba de protagonizar la jugada, animados por un recóndito y primitivo resorte, se ponen de pie, extienden a un tiempo los brazos, agitan las manos nerviosamente como formulando un hechizo y vociferan un “¡eeeeeh!”, que sostienen tantos segundos como demora el portero en despejar su área pateando el balón; justo en ese momento de redonda inspiración, la multitud, presa de las frustraciones del día, del mes, del año, del sexenio, chilla al unísono: “¡putooooo!”.
Esa incontinencia expresiva es oída y tal vez coreada con sumo entusiasmo por millones de personas, a través de la magia de la televisión. Así, con la misma naturalidad con la cual las cámaras captan los rostros regocijados tras la anotación de un gol, los micrófonos registran un grito que es testimonio del palmario desprecio hacia el adversario, hacia las leyes que prohíben la discriminación en el país y hacia las autoridades que quién sabe qué estén haciendo mientras aquel alarido viola públicamente la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (artículo 1), los Estatutos de la FIFA (artículo 3) y el Código de Ética aprobado en 2012 por la Federación Mexicana de Futbol (artículo 6).
Porque leyes existen, faltaba más. Que nadie las haga valer, es otra cosa. Y es comprensible la abulia judicial: ¿cómo lucirían los estadios si el público en pleno fuera expulsado, con base en el Estatuto de la FIFA, por discriminar a un infeliz portero?, ¿quién engulliría las cervezas y los nachos?, ¿quién daría razón de ser a los revendedores de boletos?
Sin embargo, contra la tendencia nacional a torear las leyes, hay que llamar a las cosas por su nombre. Para ello recordemos primero que durante el Mundial de 1986, el público mexicano fue distinguido como un dechado de camaradería y participación; ahí estaba “la ola” para mostrarnos gustosos de trabajar en conjunto, por el mero placer de compartir una coreografía festiva, contagiosa e inocente. En contraste, a unos días de participar en el Mundial de 2014, la generosidad se expresa compartiendo en internet las grabaciones en video de quienes, orgullosos de su participación en el montonero grito contra el guardameta del equipo contrario, deciden pasar a la posteridad como integrantes de una informe masa homofóbica, machista y misógina.
Lo expresó muy bien Ricardo Bucio Mújica, presidente del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred):
“El grito de “puto” –al igual que “maricón”, “joto”, “puñal”, etc.– es expresión de desprecio, de rechazo. […] Homologa la condición homosexual con cobardía […] Pero es también una forma de equiparar a los rivales con las mujeres, haciendo de esta equivalencia una forma de ridiculizarlas en un espacio deportivo que siempre se ha concebido como casi exclusivamente masculino”.
Por ahí se dice que todo comenzó en Jalisco, hace poco más de diez años, cuando un portero cuya trayectoria había iniciado en el Club Atlas, pasó un tiempo en el América y
después fue contratado por el Guadalajara. Según esa versión, haber defendido los colores del capitalino archirrival hizo del tapatío Oswaldo Sánchez el primer depositario de la poco elegante exclamación. Nada amigable y en extremo contagiosa, por cierto, pues a diferencia de otras costumbres locales, como cantar el himno del club con el puño en alto o mostrar un lustroso vientre cuando el equipo anota un gol, la exclamación de marras se escucha tanto en los estadios nacionales como en los extranjeros: aparece en cualquier campo donde se reúne un grupo de mexicanos lastimados ante la ingrata evidencia de que alguien no es como ellos, ni milita en su equipo.
La antropología y la sociología estudian el futbol como un ritual de consumo cultural donde se afirman ciertas identidades. Cabe hablar aquí de las identidades colectivas, acentuadas por signos tan evidentes como el uso de una camiseta de cierto color o de un insólito corte de cabello que evoca a la mascota del equipo; todo ello se relaciona con el deseo de pertenecer a un grupo. Esa identidad compartida se traduce también en una dinámica binaria y harto maniquea, donde nosotros somos amigos y ellos, los seguidores de cualquier otro equipo, son los enemigos; nuestro equipo es “grande” y el de ellos no (aunque el de ellos tenga en su haber más copas de campeonato, que los autodenominados equipos “grandes”). Y dentro esa lógica beligerante suena justo descalificar a los rivales, llamándolos “puercos albañiles”, “pinches indios” o “gatas maricas”, exponiendo un sugerente repertorio de prejuicios de clase, raza y género.
En ese que algunos ingenuos aún llaman “el juego del hombre”, el enemigo es caricaturizado por el gritón, achacándole todo lo que éste no quisiera ser –aunque probablemente sea– en materia de color de piel, posición social, sexo u orientación sexual. Así es como, a través del grito, una multitud expresa lo que sus integrantes opinan sobre sí mismos después de días, semanas, meses y sexenios de frustraciones. Debe ser doloroso poseer tanta ira contenida, no saber cómo canalizarla sanamente y justificarla alegando con una mueca que quiere ser sonrisa: “sólo se trata de un juego”.
Ahora sí, volvamos a la escena inicial: a levantar los brazos y agitar las manitas para gritarle al espejo. ¡Todos juntos!, ¡eeeeeh…!(MSN)